jueves, 26 de febrero de 2015


A pesar de los terribles hechos que sucedieron en su pasado produciéndole en el corazón punzadas increíblemente dolorosas a veces, él no deja que arruinen su presente. El dolor no hace mella en la serenidad de su semblante, en su mirar limpio y en su sonrisa de niño. Su manera de ser repele los malos pensamientos, afronta las circunstancias y no se contamina.

Otea el horizonte desde el acantilado observando el hermoso paisaje que se extiende hacia donde alcanza su vista de lince, sin pensar en nada en particular mientras el viento despeina su cabellera. Cierra los ojos y disfruta de esa fría caricia. Su cabeza vuela muy lejos, le transporta a tiernos momentos de su infancia: el sabor de la leche de cabra, del pan recién horneado, las nanas que su madre le cantaba antes de dormir, las peleas con su mejor amigo, la emoción que sintió cuando su padre le dijo que ya estaba listo para manejar la espada.

Abre los ojos, despierta a su presente, no tan bonito como los recuerdos que le embargaban hace un momento, pero que es suyo, porque todo lo que tenemos es el ahora. Y él está dispuesto a aprovecharlo a como dé lugar. Suspira, tomando aliento para lo que vendrá, que no es tarea fácil. Mira hacia el montículo de piedras que hay a su lado, la razón principal por la que subió tan alto. Recoge un pequeño ramo de flores, pues en ese abrupto terreno no es que abunden mucho, pero con un poco de paciencia consigue una cantidad aceptable, un montoncito medianamente digno y hermoso para la persona que reposa bajo esas piedras. Las coloca en la base del monumento, con cuidado, no quiere que se vuelen. Desenvaina su espada y clava ligeramente la punta en el suelo, teniéndola bien agarrada por la empuñadura. Se arrodilla, cierra los ojos y murmura una pequeña oración en latín. Una lágrima apenas percibida resbala por su mejilla, lágrima que es secada de inmediato por el fuerte viento que empieza a soplar de repente. Cuando termina, acaricia la inscripción que hay sobre la piedra con sus largos dedos. Mira hacia el cielo, ahora sonríe. Y como si su plegaria hubiera sido escuchada, un poco de sol asoma entre las nubes del cielo encapotado, y su luz lo baña. Disfruta de esa calidez momentánea.

-A rún mo chroí...!-susurra con dulzura. Y cuando el sol se oculta nuevamente, suspira de nuevo, envaina su espada y desciende rápidamente sin mirar atrás ni una sola vez. Su corazón está lleno de fuego y de emoción por una certeza que le otorga fuerza, y es que ella nunca lo ha abandonado.